¿Cuánto dicen de nosotros los espacios que habitamos? ¿Qué formas adoptan esos espacios? ¿De qué manera reflejan o no nuestros modos de vivir? Si la figura de la casa funciona como una frontera entre el adentro y el afuera, lo privado y lo público, lo seguro y lo incierto, “la casa” opera también como proyección de nuestro propio cuerpo (y especialmente de nuestra mente), como una suerte de microcosmos que, a su vez, disputa la inmensidad del universo.
A propósito de esta exposición, pensamos la casa como ese espacio-tiempo donde se despliega la experiencia del habitar, donde se ancla el deseo primario de la mujer y del hombre por ocupar un lugar en el mundo, pero también como el sitio donde se emplaza la imaginación.
¿Quién, de chico, no soñó con la construcción de una casa arriba de un árbol o improvisó una debajo de la mesa? Ese acto, el de armar una casa dentro de otra, ensayada con cualquier elemento que se tuviera a mano, es, además, la necesidad de construir historias, de tejer relaciones, de inventar experiencias.
Nuestro hogar también hace un culto de los ritos domésticos que celebran lo cotidiano en sus más ínfimos detalles y manifiestan usos más poéticos (y más poiéticos) de nuestros entornos.
Toda morada posee secretos y tesoros bien guardados. Historias, leyendas, habladurías y enigmas que la casa atesora entre sus paredes, pero que pujan, ansiosos, por ser descubiertos.
Esta casa, a la que todos ustedes quedan invitados, está habitada por artistas. Ellos les arrebataron la funcionalidad a los espacios y a las cosas para sembrar, en cambio, un territorio de fantasía, de cotidianeidad transfigurada, de ficciones inquietantes y sugestivas.
Bienvenidos a esta morada donde lo habitual tiene la facultad de potenciar lo extraordinario.