La latencia de las cabezas de arcilla es la sensación de una voz: más intensa, colectiva, radical, brutal, bárbara. Tomás Espina y Pablo García se desplazan del orden de la reserva de los museos etnográficos a la concentración visual del osario. Ofrecen una solución mesiánica a la trampa formal del arte, pero dejan al espectador en una situación incómoda, donde no hay posibilidad de empatía. Somos obligados, ante la duda de la complicidad, a tomar distancia de esa sucesión de cabezas deformadas, de barro primigenio. No somos otra cosa que la posibilidad de haber sido o de ser una de esas cabezas.
Las obras se exhiben en tablones, dispuestas en hileras, una al lado de la otra, iguales pero distintas, con las huellas de las manos que las han deformado, perdiendo la inicial forma perfecta de su masa.